Duele. Pero nadie lo sabe. No lo oculto, no escondo el dolor; sin embargo, nadie lo percibe.
Mientras suenan el violín y el piano, entiendo que yo tampoco lo veo.
Está allí todo el tiempo. He caminado junto a él, pero no lo había percibido.
Entró en el restaurante al caer la tarde, tal como lo había previsto. Se sentó junto a la ventana de cristal. La luz de la calle iluminaba su mesa. No había anticipado el mantel púrpura: su camisa, del mismo color, le hacía parecer parte del decorado. Sacó de su bolsillo su pequeña libreta para escribir. No estaba acostumbrado a esperar; los años de soledad lo habían desadaptado a eso, pero mientras escribía, el tiempo parecía pausarse. Para él, esto era suficiente.
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"Las sombras bailan,
los murmullos flotan,
la soledad se asienta,
el tiempo se agota.
Un eco distante,
un tiempo lejano:
habían risas y abrazos
en segundo plano.
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Son solo huellas
de un alma errante,
un suspiro en el aire,
en la hora danzante.
Creen que soy luz,
más no lo adivinan;
soy solo un fragmento
que en sombras camina."
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Cuando levantó la vista, no quedaba nadie. La puerta estaba cerrada, los clientes se habían ido y el ruido había cesado. Sin embargo, él no se había dado cuenta. No había ningún empleado, el piano había cesado, las luces se habían apagado; solo quedaba la luz que entraba por la ventana y su camisa, que se confundía con el decorado.
En enero quitamos el árbol navideño. Recogimos las cajas vacías que simulaban obsequios. Guardamos las luces y los adornos. Aunque una que otra bambalina se quebró, logramos salvar la mayoría. Desarmamos el pino de plástico parte por parte y guardamos todo en una caja de cartón que sellamos con cinta adhesiva hasta la siguiente navidad. Luego barrimos y nos sentamos a ver el espacio vacío. Sequé el sudor de mi frente y mientras frotaba mi resentida espalda, pensé que ahora la casa se sentía muy grande. Y es que mientras quitábamos objeto tras objeto, la casa se estiraba y se extendía, y desatendía cualquier ruego a quedarse del mismo tamaño. La paredes se alargaron de un extremo al otro, y la sala quedó casi del tamaño de un estadio de fútbol, o así lo sentí al ver a los niños correr de un lado al otro. Recordé entonces que siempre hace falta adornar los espacios con alguna ilusión añeja. Me levanté suspirando y fui a hurgar en el desván en busca de algún objeto viejo del abuelo.