Silencio en dolor mayor

Redoble de tambores.
Resuena un sonido grave, bajo y profundo. Luego, el bandoneón.
Duele. Pero nadie lo sabe. No lo oculto, no escondo el dolor; sin embargo, nadie lo percibe.
Camino con él, está allí todo el tiempo, pero nadie lo ve.
Ocho mil millones de almas, y ninguna lo nota. Es un misterio.

Mientras suenan el violín y el piano, entiendo que yo tampoco lo veo.
Está allí todo el tiempo. He caminado junto a él, pero no lo había percibido.
Me tropieza cada día; pasa a mi lado, y no lo había notado.
Es un enigma. He sido tan ciego con el dolor ajeno.
Es que el dolor, que vive en el silencio, no se oye cuando grita, sino cuando susurra.

La mesa vacía

Entró en el restaurante al caer la tarde, tal como lo había previsto. Se sentó junto a la ventana de cristal. La luz de la calle iluminaba su mesa. No había anticipado el mantel púrpura: su camisa, del mismo color, le hacía parecer parte del decorado. Sacó de su bolsillo su pequeña libreta para escribir. No estaba acostumbrado a esperar; los años de soledad lo habían desadaptado a eso, pero mientras escribía, el tiempo parecía pausarse. Para él, esto era suficiente.

"Las sombras bailan,
los murmullos flotan,
la soledad se asienta,
el tiempo se agota.

Un eco distante,
un tiempo lejano:
habían risas y abrazos
en segundo plano.
Son solo huellas
de un alma errante,
un suspiro en el aire,
en la hora danzante.

Creen que soy luz,
más no lo adivinan;
soy solo un fragmento
que en sombras camina."

Cuando levantó la vista, no quedaba nadie. La puerta estaba cerrada, los clientes se habían ido y el ruido había cesado. Sin embargo, él no se había dado cuenta. No había ningún empleado, el piano había cesado, las luces se habían apagado; solo quedaba la luz que entraba por la ventana y su camisa, que se confundía con el decorado.

Ilusión añeja

En enero quitamos el árbol navideño. Recogimos las cajas vacías que simulaban obsequios. Guardamos las luces y los adornos. Aunque una que otra bambalina se quebró, logramos salvar la mayoría. Desarmamos el pino de plástico parte por parte y guardamos todo en una caja de cartón que sellamos con cinta adhesiva hasta la siguiente navidad. Luego barrimos y nos sentamos a ver el espacio vacío. Sequé el sudor de mi frente y mientras frotaba mi resentida espalda, pensé que ahora la casa se sentía muy grande. Y es que mientras quitábamos objeto tras objeto, la casa se estiraba y se extendía, y desatendía cualquier ruego a quedarse del mismo tamaño. La paredes se alargaron de un extremo al otro, y la sala quedó casi del tamaño de un estadio de fútbol, o así lo sentí al ver a los niños correr de un lado al otro. Recordé entonces que siempre hace falta adornar los espacios con alguna ilusión añeja. Me levanté suspirando y fui a hurgar en el desván en busca de algún objeto viejo del abuelo.

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