Ilusión añeja

En enero quitamos el árbol navideño. Recogimos las cajas vacías que simulaban obsequios. Guardamos las luces y los adornos. Aunque una que otra bambalina se quebró, logramos salvar la mayoría. Desarmamos el pino de plástico parte por parte y guardamos todo en una caja de cartón que sellamos con cinta adhesiva hasta la siguiente navidad. Luego barrimos y nos sentamos a ver el espacio vacío. Sequé el sudor de mi frente y mientras frotaba mi resentida espalda, pensé que ahora la casa se sentía muy grande. Y es que mientras quitábamos objeto tras objeto, la casa se estiraba y se extendía, y desatendía cualquier ruego a quedarse del mismo tamaño. La paredes se alargaron de un extremo al otro, y la sala quedó casi del tamaño de un estadio de fútbol, o así lo sentí al ver a los niños correr de un lado al otro. Recordé entonces que siempre hace falta adornar los espacios con alguna ilusión añeja. Me levanté suspirando y fui a hurgar en el desván en busca de algún objeto viejo del abuelo.

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